Todo comienza en la cama. Los días, las noches, las semanas, los fines de semana, los sábados y los domingos. Todo finaliza, también, en una cama. Los días, las noches, las semanas… No importalo que haya ocurrido durante una jornada, las aventuras o los imprevistos: todos los días de nuestras vidas tienen un denominador común: esa pieza de mobiliario tan horizontal, tan discreta a la que regalamos una estancia completa del hogar.
La cama, mi cama, nuestra cama. La cama admite soledad y compañía, cansancio, felicidad, pereza y hasta desayunos. Desayunos en la cama. Sí. Siempre. Hay camas de uso temporal que nos acompañan desde los primeros años, literas en campamentos y albergues juveniles, camas en hoteles de carretera u hoteles de lujo; aviones de vuelos transoceánicos que son un sucedáneo de cama o coches que han servido de lecho ante un temporal, un imprevisto, un algo, lo que fuera. Pero siempre, siempre, se vuelve a la cama que uno ha elegido, a la cama titular, a la cama del hogar. A la cama cama.
Pueden cambiar los colchones o las almohadas. Puede cambiar la ropa en invierno o en verano. Se puede elegir entre el lado frío o el cálido; entre pacer boca arriba o de lado, con las cortinas echadas o sin echar. Pero la cama siempre permanece ahí. El hogar es donde uno guarda todos sus libros. El hogar es, también, donde vive tu cama. En la cama se lee mucho para luego soñar aquello que se ha leído. También se puede soñar sin abrir un libro porque la cama no hace distinciones.
Groucho Marx escribió un libro entero –uno finito pero un libro al fin y al cabo– dedicado a las camas. Lo tituló, claro, ‘Camas’ y lo llenó de frases memorables: “No vale la pena hacer nada que no puedas hacer en la cama”, “he pasado los dieciséis años más felices de mi vida en una cama”, “en una cama todos somos iguales”… Felices sueños, feliz elección de cama.